El ignorante, como advertía Sócrates, se mueve en
el mundo de la doxa, de la opinión no examinada. Pero lo hace con la confianza
de quien no sabe que no sabe. Y ése es su poder: la certeza sin fundamento, la
convicción sin pregunta. En ese terreno, el pensamiento crítico es visto como
amenaza, como extravagancia, como debilidad. Pensar, en estos tiempos, es
romper un código de silencio compartido.
La
estupidez no es una ausencia de la inteligencia, sino un rechazo voluntario al
pensamiento. Es una ética del atajo, una política de la comodidad. No hay en
ella un error, sino algo màs hondo: una aversión estructural a la complejidad,
una pulsión por simplificarlo todo hasta que quepa en una consigna, en un meme,
en una indignación express. Y desde allì, se elogia a sì misma, se proclama
autèntica, pura, visceral. Se siente orgullosa de no necesitar argumentos, como
si el hecho de no pensar la volviera más verdadera.
El
estúpido no es ingenuo: es eficaz. Sabe que no necesita demostrar nada, sólo
repetir. Su terreno no es el debate, sino la saturación. En vez de confrontar
ideas, las disuelve en el ruido. Y allí, en ese estruendo constante donde toda
crítica suena a soberbia y todo saber a elitismo, el estúpido triunfa. Porque
no busca comprender, sino afirmarse. No dialoga: se impone.
Aquí cabe una breve sombra de Erasmo, que en su
Elogio de la locura puso a hablar a la necedad con una voz dulce y burlona,
capaz de decir verdades que ningún filósofo podía pronunciar sin pagar el
precio. Pero lo que Erasmo llamó “locura” era una máscara lúcida, una ironía
viva. La estupidez de hoy no juega, no ríe, no se disfraza: se toma en serio a
sí misma, y exige que todos lo hagan. Ahí está la diferencia.
Porque
la estupidez moderna ha perdido incluso la gracia de reírse. Se ha vuelto
doctrinaria, militante, severa. No es el bufón que cuestiona al rey, sino el
burócrata del sentido común, el celador de lo evidente. Y en ese escenario, el
que duda es un desviado, el que pregunta es un enemigo, el que piensa es un
traidor.
Por
éso, más que una falencia, la estupidez es un orden. Un régimen de percepción,
una estética de la repetición. Su fuerza está en su número, en su volumen, en
su viralidad. Y su elogio no se pronuncia en voz alta: se da por hecho, como se
da por hecho que el agua moja, o que el sol sale por el este. No necesita
argumentos, porque ha colonizado el clima mental.
Tal vez el mayor acto de resistencia hoy no sea
saber, sino atreverse a saber que no se sabe. Aceptar el temblor del
pensamiento, el vacío de no tener una opinión lista para cada tema, el pudor de
callar cuando todo el mundo grita. Tal vez el pensamiento no deba ser héroe ni
mártir, sino apenas una grieta, una fisura mínima en el muro de lo obvio.
Extraído del sitio www.carlosfelice.com.ar
El autor es abogado, Presidente de OSPAT y
Secretario General de la Unión de Trabajadores del Turf y afines (UTTA)
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