Tomar decisiones




A diario nos vemos frente a la necesidad de tomar decisiones. En muchos casos lo hacemos de manera automática, sin generarnos mayores inconvenientes. Pero aquéllas que son necesarias para hacer una transformación trascendente en nuestra vida son las que más nos cuestan.

 

Veamos cómo desarmar esa maraña de obstáculos de nuestra capacidad de decidir. El ser humano existe en tanto decide. Hacerlo es una de las más hermosas evidencias de nuestra libertad.

Las decisiones generan acciones, y éstas resultados, y así transformamos nuestro mundo. En cada decisión exhibimos nuestros valores, compromisos y capacidades. Cada decisión es una muestra de nuestros propósitos, los para qué que impulsan nuestra voluntad.

Cada vez que decidimos, soltamos una cadena de consecuencias que escapan a nuestra propia capacidad de dominio. Y allí quizás está una de las claves de por qué no decidimos: querer controlar todo.

 Y ello no nos facilita la posibilidad de asumir riesgos. La falta de decisiones nos asegura una estabilidad, que aunque la sabemos desagradable, la sentimos como nuestra, y nos resistimos a dejarla. Cada decisión genera algún grado de incertidumbre, más allá de que tomemos todos los recaudos.

Para empezar a decidir, lo primero es cambiar la mirada sobre aquélla, no verla como una amenaza, sino como una posibilidad. La incertidumbre es un mundo desconocido, lleno de posibles experiencias buenas o malas, según lo observemos en cada momento o lugar.

Para tomar decisiones, es necesario tomar conciencia de nuestros pensamientos, emociones, actitudes, acciones y hábitos que hacen que no las tomemos. También es menester cambiar la mirada, cuestionar nuestros juicios limitantes, dejar de mirar las dificultades y poner el foco en nuestros deseos y posibilidades. Evaluar datos, ventajas, desventajas, emociones y expectativas nos dará una plataforma de mayor seguridad. Dejar de concebir al error como una tragedia, y empezar a verlo como un maestro que nos enseña.

Asimismo, debemos fijar prioridades y organizar nuestros tiempos conforme a ellas, teniendo una actitud general basada en el compromiso y en la responsabilidad. Decidiremos en la medida que determinemos claramente nuestro propósito: qué queremos, de qué forma y en qué plazo. Diseñando un plan de acciones concretas tendientes a lograr el resultado querido y luego chequeando honestamente el grado de su cumplimiento para revisar lo que haga falta.

La procrastinación

La postergación sistemática de decisiones y acciones se llama procrastinación. Puede originarse en una excesiva exigencia y perfeccionismo, en concepciones muy rígidas, en miedos o inseguridades propias, o en falta de confianza hacia los demás. También puede generarse en la comodidad o la falta de compromiso.

A veces es fruto de la falta de motivación o de esperar condiciones óptimas, en cuanto a tiempo, dinero u otras circunstancias que no manejamos. A través de la procrastinación nos ponemos excusas, nos damos explicaciones tranquilizadoras para justificar nuestra falta de acción, y con ella, nuestra ausencia de resultados satisfactorios.

El mecanismo de la procrastinación está directamente relacionado con el rol de víctima. La culpa de nuestra eterna postergación la tienen el sistema, la suegra, el jefe, la edad, la falta de tiempo o dinero, etc. Es una actitud que nos deja estancados, alejándonos de la solución.

Además, nos instala en un estado de ánimo de resentimiento o de resignación.

Para vencer a la procrastinación, es bueno tener en cuenta todo lo que vimos en los puntos anteriores, referidos a tomar decisiones. Frente a cada desafío, problema, estado no deseado, tenemos la opción de decidir o procrastinar, y allí radicará la posibilidad de transformar nuestra realidad.



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